Inegalité, sous-dévéloppement
et processus d’apprentissage
Rodrigo Arocena y Judith Sutz
Les trente dernières années ont connu une croissance des inégalités;
ce phénomène, même s’il connaît quelques contre-courants,
est devenu dominant, accentuant les différences dans les conditions de
vie entre groupes de nations et à l’intérieur de la plupart
des pays. Avec cette croissance de l’inégalité vient l’aggravation
de la misère : aujourd’hui il y a les deux tiers du planète
en dessous de la ligne de pauvreté. L’augmentation des inégalités
est, plus que jamais, étroitement liée aux différences
dans l’accès à la génération, la gestion,
le contrôle, l'utilisation et l'avancement des connaissances.
Une des voies majeures à travers laquelle la connaissance scientifique
et technique affecte la question de l’égalité est le poids
croissant de l’innovation techno-productive dans la dynamique économique.
Le rythme frénétique du changement technique pose des défis
énormes aux secteurs faibles en termes de connaissances modernes : il
est particulièrement difficile pour eux de comprendre le sens des changements
et de s’organiser pour mettre en avant leurs intérêts. En
plus, l’innovation tend à diversifier énormément
les modalités de travail, d’apprentissage, d’information
et de communication, de la vie quotidienne. Particulièrement important
est l’effet de cette tendance dans le monde du travail, où on assiste
non à « la fin du travail » mais à sa dégradation,
liée à la perte de pouvoir du travail peu qualifié.
Une économie basée dans la connaissance et mue par l’innovation
émerge dans une partie très restreinte du globe; elle affecte,
de façon très asymétrique, l’ensemble de l’Humanité.
Ses conséquences sociales dépendent étroitement des processus
collectifs d’apprentissage, de ses impacts dans les orientations des changements
et dans l’incorporation de nouvelles connaissances dans les pratiques
du travail et de participation citoyenne. Tout cela a des conséquences
majeures dans la configuration du sous-développement.
On se propose d’étudier les relations entre connaissances et inégalités
à partir de la notion de discriminants ("Divisorias"- "Watershed")
par l’apprentissage. La moitié des jeunes gens dans les pays développés
arrivent à l’éducation supérieure ; seulement un
sur dix a cette possibilité pour l’ensemble des pays sous-développés.
C’est un exemple d’une des deux facettes des discriminants de l’apprentissage,
la différence des capacités. L’autre côté est
lié aux opportunités d’utiliser de façon créative
les connaissances acquises.
Une grand défi pour l’économie fraternelle est d'aider à
penser comment surmonter les discriminants de l’apprentissage, source
majeure des inégalités structurelles du monde d’aujourd’hui.
Pour cela on se propose d’étudier les formes de l’égalité
pro-active, c’est-à-dire les processus qui promeuvent l’égalité
et, en même temps, encouragent l’innovation : de cette façon,
l’égalité devient soutenable, au sens où elle permet
de construire au présent les bases de son déploiement futur. Cette
notion est apparentée avec la « construction des capacités
sociales pour le changement technologique », proposée par Marc
Humbert. Pour les deux, la réflexion sur l’agenda de recherche
devient centrale. On est sûr que PEKEA sera un lieu de fermentation d'un
apprentissage collectif à cet égard.
Desigualdad, subdesarrollo y procesos
de aprendizaje
Rodrigo Arocena y Judith Sutz
Primera versión. Diciembre 2003
Introducción
Durante las últimas tres décadas se ha manifestado con fuerza
una tendencia al alza de las desigualdades. Sin desmedro de algunos ejemplos
en contrario, dicha tendencia predomina, acentuando las diferencias en las condiciones
de vida tanto entre grupos de naciones como al interior de la mayor parte de
los países. Ese fenómeno es altamente preocupante, en sí
mismo así como por sus consecuencias en el agravamiento de la problemática
ambiental, de los conflictos sociales y, muy especialmente, de la miseria. El
número de pobres se estima en más de las dos terceras partes de
la población del planeta: “son 4100 millones actualmente. Detrás
de la pobreza hay una aguda desigualdad que la genera, la reproduce y la amplía.”
(Kliksberg, 2003: 19)
El incremento de las desigualdades se liga cada vez más a las diferencias
en el acceso al conocimiento, a sus beneficios y perjuicios, a su generación,
manejo, control, aprovechamiento y actualización. En este trabajo, tales
cuestiones se enfocan desde la noción de divisorias del aprendizaje.
Su incidencia en la configuración actual del subdesarrollo recibe especial
atención. Se trata de una noción en curso de elaboración,
para lo cual se necesita, en particular, elaborar “medidas” o indicadores
de real significación. En cualquier caso, las divisorias del aprendizaje
parecen un fenómeno mayor en el curso de la emergencia, altamente asimétrica
y conflictiva, de una “sociedad capitalista del conocimiento”. Semejante
proceso altera gran parte de los datos de los problemas que deben enfrentar
quienes aspiran a colaborar en la construcción de sociedades más
libres, igualitarias y solidarias. Muy especialmente, lleva a repensar la problemática
de la transformación de la educación y, más en general,
de los procesos de aprendizaje en el conjunto de la sociedad.
I.- Ciencia, tecnología, innovación y desigualdad
El análisis de las dinámicas sociales contemporáneas
suscita debates probablemente no menos agudos que los generados en las etapas
más polémicas de la historia. Sin embargo, ciertos procesos son
considerados relevantes por la mayor parte de los enfoques, sin desmedro de
muy disímiles caracterizaciones, explicaciones y – sobre todo –
valoraciones.
Intentemos resumir ese consenso amplio, utilizando para ello en este párrafo
la terminología más neutra posible. Pocos niegan que, durante
la segunda mitad del siglo XX, se produjo una aceleración del cambio
técnico, cuya manifestación más notoria – aunque
por cierto no la única relevante - fue el incremento notable en las capacidades
para generar, almacenar, procesar y transmitir información. Se acepta
también, en general, que tienen gran importancia las relaciones entre
los grandes cambios tecnológicos recientes y las transformaciones registradas
en la economía, la política y la cultura de nuestra época.
Dicho de otra forma, es probable que también sean pocos quienes nieguen
que las interacciones entre, por un lado, el conocimiento científico
y tecnológico, y por otro lado las distintas formas del poder social,
han llegado a ser más gravitantes que en cualquier momento del pasado.
Las valoraciones normativas de tal aceleración del cambio técnico
– cuán buena y/o cuán mala está resultando para los
seres humanos – difieren ampliamente, como es notorio. Por eso mismo vale
la pena subrayar un tercer consenso amplio en torno a una apreciación
de carácter fáctico – relativa a lo que “está
sucediendo” y no a lo que “debería suceder” –
pero estrechamente vinculada a la apreciación normativa de los fenómenos
considerados. Nos referimos a sus conexiones con el incremento de la desigualdad.
Por supuesto, esta última es cuestión muy compleja, que debe ser
considerada según dimensiones diversas y cuya estimación puede
variar mucho según los indicadores que para ellos se privilegien. Aún
así, suele aceptarse que la aceleración contemporánea del
cambio técnico se ha visto acompañada por un alza de las desigualdades,
tanto entre el “Norte” y el “Sur” como al interior del
“Norte”, del “Sur” y, aunque no en todos los casos,
en buena parte de los distintos agrupamientos regionales que suelen estudiarse.
Desde nuestro punto de vista, tales apreciaciones ampliamente compartidas tienen
dos consecuencias, entre varias otras fundamentales para los estudios y las
prácticas sociales, que nos interesa destacar aquí. A saber:
(1) La preocupación por las condiciones de vida en el mundo de hoy debe
incluir una especial atención a la temática “Ciencia, tecnología
y sociedad”, vista desde una perspectiva interactiva. La expresión
alude al estudio de las evidentemente muy complejas interacciones entre, por
un lado, los procesos sociales de cambio científico y tecnológico,
y, por otro lado, las relaciones sociales en general. Conlleva la afirmación
de que esas interacciones son efectivamente tales, y no influencias unidireccionales,
de la técnica sobre la sociedad o viceversa; no existe, en sentido significativo,
“determinación” de una cualquiera de ellas por la otra. Los
factores que van modelando las orientaciones del cambio técnico son tanto
técnicos en sentido estricto como institucionales y culturales.
(2) Más en particular, convendría incluir en la agenda prioritaria
de investigación la cuestión de la incidencia de la ciencia y
la tecnología en la desigualdad, y la búsqueda de alternativas
para que el avance del conocimiento contribuya más bien a paliar la desigualdad
que a incrementarla.
A nuestro entender, ambos puntos se inscriben directamente en los objetivos
de PEKEA, en tanto “ONG internacional que se propone, a escala planetaria,
- -identificar, movilizar competencias concretas y saberes teóricos transdisciplinarios
sobre la organización de las actividades económicas
- -servir a la construcción colectiva, democrática, de un saber
político y ético, un pensamiento alternativo pertinente, sobre
las actividades económicas, y fomentar su difusión más
ancha”.
Por ello, agradecemos especialmente que se nos haya dado la oportunidad de presentar
nuestros puntos de vista en el Seminario de PEKEA de diciembre 2003, sobre el
punto (2) recién anotado, lo que hacemos a continuación, resumiendo
mucho y actualizando un poco ciertas trabajos recientes (Arocena & Sutz,
2003 a, b, c; Arocena & Senker, 2003; Sutz, 2003 a, b; Arocena, 2003; un
enfoque de la cuestión en la perspectiva de la historia latinoamericana
se ensaya en Arocena & Sutz, 2001 a, b). Vale la pena consignar que nuestra
modesta contribución se inscribe en el propósito de constituir
una red de investigadores en la temática “Ciencia, tecnología
y desigualdad” (ver Senker, 2003).
A nuestro entender, una vía mayor a través de la cual la ciencia
y la tecnología afectan a lo que se refiere a la equidad es, al presente,
el ascendente papel de la innovación técnico-productiva. A esta
última nos referimos simplemente como “innovación”,
para abreviar y sin que ello signifique en modo alguno considerarla “superior”
a otras formas de la creatividad humana. Esa innovación es entendida
aquí, en la tradición schumpeteriana, como introducción
de lo nuevo – más específicamente, de “nuevas combinaciones”
- en las prácticas productivas de bienes y servicios. Como es bastante
notorio, ha crecido sustantivamente en tiempos recientes la gravitación
en las dinámicas económicas de la innovación, y ésta
se basa cada vez más en el conocimiento, incluso en el que se ha generado
recientemente o está en curso de serlo. Ello constituye un factor central
de desestabilización de las relaciones sociales constituidas en torno
a la producción, puesto que, retomando nuevamente a Schumpeter, la innovación
implica, necesariamente, cambio de rutinas.
El ritmo mismo de los cambios hace difícil que los sectores con menor
poder y conocimientos tengan tiempo para captar el sentido de los procesos y/o
para organizarse en torno a la defensa de sus intereses, y hasta para encontrar
intereses compartidos que constituyan el cimiento de su organización.
Esto último se ve acentuado porque la innovación en curso tiende
a diversificar sustantivamente las modalidades en las cuales la gente trabaja,
aprende, se informa y comunica, consume y atiende a su vida cotidiana.
Esa diversificación, posibilitada muy especialmente por las Tecnologías
de la Información y la Comunicación (TICs) y estimulada por la
conjunción de intereses diversos, es particularmente visible en el mundo
del trabajo; la misma constituye una de las causas del debilitamiento de los
sindicatos. El impacto laboral de la innovación no apunta, como a veces
erróneamente se sostiene, a debilitar a la industria en beneficio de
los servicios, sino más bien a disminuir el poder de negociación,
explícito o implícito, de quienes desempeñan actividades
rutinarias, que no requieren mayores calificaciones ni renovación sistemática
de las mismas. Parte de esas actividades son sustituibles por procesos automatizados;
que lo sean efectivamente o no depende de factores no técnicos, como
los niveles salariales, la legislación vigente, las condiciones efectivas
de trabajo. En cualquier caso, es claro que la oferta de empleo industrial “tradicional”,
de cuello azul, ha disminuido mucho en términos promediales. Otra parte
de las actividades de tipo comparativamente rutinario – como los “servicios
persona a persona”, en el sentido de Reich (1993) – no son en principio
reemplazables más que parcialmente por dispositivos automatizados. Estas
son actividades cuya propia naturaleza dificultó tradicionalmente la
organización de los asalariados. Esas dificultades tienden a incrementarse
hoy, por factores ya apuntados, entre los cuales se destaca la abundancia de
la oferta de trabajo, escasamente atendida por la demanda industrial tradicional,
lo cual obviamente refuerza la posición de los empleadores.
No asistimos pues al “fin del trabajo”, sino a la pérdida
de poder relativo de gran parte de los trabajadores, lo cual, según los
casos, se traducirá en incremento de la desocupación abierta y/o
distintas combinaciones de mayor informalidad y empeoramiento de las condiciones
laborales de sectores más o menos amplios de asalariados (Castells, 1999).
En este sentido es que cabe hablar de una visible “degradación
del trabajo”.
Por cierto, la aceleración de la innovación desestabiliza también
el panorama ocupacional de muchas personas con altas calificaciones. Entre ellas,
son proporcionalmente menos que antes las que pueden contar con ocupaciones
estables, incluso en los llamados “países industriales avanzados”.
Pero, en estos países, la emergencia de una “economía basada
en el conocimiento y motorizada por la innovación” (de la Mothe
y Paquet, 1996), se refleja en una mayor demanda de calificaciones en un abanico
amplio de actividades; las mismas no se reducen por cierto a las directamente
basadas en las ingenierías y las ciencias naturales, sino que se extienden
al conjunto de las tareas desempeñadas por los que Reich (1993) denomina
“analistas simbólicos”. Estos manejan conocimientos de tipo
muy variado – del cine a la biotecnología, de la jurisprudencia
a la logística – pero tienen en común la naturaleza compleja
y cambiante de sus actividades, que los impulsan a renovar sus conocimientos
y a buscar usarlos de maneras nuevas. Son actividades muy distintas de las de
tipo rutinario. El ascenso de la innovación - y de la riqueza que la
misma genera - ha incrementado, directa o indirectamente, la demanda de tales
actividades y, por ende, el poder de quienes las desempeñan. Ello ha
llegado a reflejarse, en particular, en la mayor diferenciación promedial
de sus ingresos con respecto a los de otros sectores sociales. Este es uno de
los vínculos más visibles entre conocimiento y desigualdad.
Ahora bien, para precisar la naturaleza de tales vínculos, hace falta
complementar críticamente la noción de “economía
basada en el conocimiento y motorizada por la innovación”. Al respecto,
nos limitaremos aquí a las siguientes tres observaciones sucintas.
(i) Una economía de esa índole no está surgiendo en el
conjunto del planeta, sino en una porción bastante restringida del mismo,
pero sus efectos, altamente asimétricos, van afectando al conjunto de
la Humanidad.
(ii) Las consecuencias sociales del nuevo papel del conocimiento y de la aceleración
de la innovación dependen crucialmente de los procesos colectivos de
aprendizaje. La orientación de los cambios, la difusión de las
innovaciones, sus impactos ambientales y sociales, adoptan modalidades muy diferentes
dependiendo de cuánta gente sabe cuáles cosas y puede aprender
otras en el curso de su desempeño laboral y ciudadano. Esto tiene, por
cierto, una dimensión individual, inherente a toda experiencia de aprendizaje,
pero no menos gravitante es la existencia o ausencia de procesos asociativos
que forjen saberes compartidos.
Las afirmaciones (i) y (ii) serán retomadas en la próxima sección,
desde el punto de vista de las “divisorias del aprendizaje”. Aquí
insertaremos todavía otra observación.
(iii) Nada de lo dicho antes implica que el poder social se vaya a concentrar
en las manos de las personas y grupos más directamente implicados en
la generación de conocimiento avanzado. El ascenso de las sociedades
industriales no traspasó el poder a los trabajadores fabriles, y estuvo
bastante lejos de asignarlo en forma exclusiva a los empresarios de la industria.
Hoy se habla del dominio del capital financiero en la economía global.
Aunque carecemos tanto del espacio como de la competencia para evaluar en qué
medida ello es así, son notorios los elementos que muestran que se trata
de una tendencia muy fuerte. Ahora bien, es claro asimismo que los efectos,
a menudo devastadores, del predominio acrecentado de las finanzas son bastante
diferentes para los distintos países y grupos sociales. Las diferencias
suelen tener no poco que ver con las distintas dotaciones de capacidades colectivas
en materia de conocimiento e innovación.
Recapitulemos. Se afirma que está emergiendo una economía basada
en el conocimiento y motorizada por la innovación. Se trata de una economía
capitalista, con fuerte gravitación de lo financiero. Su emergencia no
se registra sino en una parte del globo, pero sus efectos desparejos alcanzan
a prácticamente todos sus habitantes. En este último sentido se
trata de un proceso global, cuyas formas específicas dependen considerablemente
de los procesos de aprendizaje. La experiencia muestra que tal proceso ha ido
de la mano con una expansión de las desigualdades conectadas, precisamente,
con el conocimiento, el aprendizaje y la innovación. Como estos son factores
que se desarrollan con el uso – rendimiento creciente con la escala de
utilización -, no es de extrañar que el proceso conlleve una tendencia
intrínseca al aumento de las desigualdades. Esa tendencia no es la única
importante que está actuando, y su predominio a largo plazo no es ineluctable.
Pero contrarrestarla exigirá, entre otras cosas, entender mejor las relaciones
entre conocimiento y desigualdad, así como forjar nuevas políticas
para actuar al interior de los procesos de generación, transmisión,
uso y apropiación del conocimiento.
II.- Las divisorias del aprendizaje y la configuración actual del subdesarrollo
En el contexto reseñado, son por supuesto cada vez más importantes
las diferencias en las capacidades que provienen del acceso desigual a la educación.
Esas diferencias son tanto cuantitativas como cualitativas; las primeras pueden
estimarse mediante indicadores bien conocidos (analfabetismo, promedio de años
de estudio, tasa de matriculación en la educación superior, etc.).
Los aspectos cualitativos son por lo menos tan importantes como los cuantitativos,
pero en general más difíciles de medir. En principio, cabe suponer
que los indicadores cuantitativos subestiman las diferencias en materia educativa;
en efecto, como regla general, los sectores con acceso a niveles más
avanzados de la enseñanza – y por ende con más años
de estudio – disponen también de ventajas cualitativas; las escuelas
por las que pasaron quienes llegan a la universidad suelen estar mejor dotadas
de recursos humanos y materiales que las escuelas cuyos alumnos en general no
llegan siquiera a completar la enseñanza elemental.
Dicha tendencia se ha visto acentuada por la diferenciación de los sistemas
educativos públicos y, sobre todo, la expansión de la enseñanza
privada. Así por ejemplo, como lo destaca Kliksberg (2003: 46—49),
están operando en América Latina “fuertes procesos de estratificación
de la educación”; lo evidencia el caso de Chile, donde los niveles
de rendimiento de las Escuelas Municipales – que concentran a “la
mayoría de la población, y a las que asiste el 57% de toda la
matrícula escolar” – son inferiores a los registrados en
las escuelas privadas subsidiadas por el Estado, los que a su vez son claramente
menores que los constatados en las escuelas privadas sin subsidio, “a
las que sólo asiste el 8% de la población escolar.”
Dado pues que, en general, cabe presumir que los indicadores cualitativos acentúen
las inequidades ligadas a la educación, nos limitaremos a recordar que
éstas son ya muy grandes cuando sólo se consideran aspectos cuantitativos.
En aras a la brevedad, además de lo dicho recién, nos limitaremos
a considerar un solo indicador cuantitativo vinculadas al conocimiento. A continuación
justificamos brevemente la opción que hacemos.
La discusión presentada en la sección anterior sugiere que - en
un contexto hondamente influenciado por la emergencia de economías basadas
en el conocimiento, motorizadas por la innovación y modeladas por los
procesos de aprendizaje – las capacidades para seguir aprendiendo siempre,
a nivel avanzado y en conexión con el desempeño ocupacional, tienen
enorme importancia. Ellas inciden poderosamente en las posibilidades laborales,
pero no sólo en ellas sino también en las posibilidades de participar
efectivamente en las decisiones colectivas – vale decir, en el ejercicio
de la ciudadanía – así como en el acceso a ciertas formas
de la cultura y en las potencialidades de cada uno para proteger la calidad
de vida de su entorno – en materia de salud y ambiente, por ejemplo. Esa
argumentación, apenas esbozada aquí, lleva a considerar que, en
lo que hace a las capacidades, un proceso fundamental lo constituye la generalización
de la educación permanente, de calidad y ligada con el trabajo.
Se entenderá seguramente que, al hablar de educación permanente,
no nos referimos a los cursillos breves y ocasionales, para personas que han
perdido sus empleos, los cuales – más allá de intenciones
– sólo capacitan para obtener inserciones laborales precarias.
Ello surge de la experiencia pero, además, resulta de la propia lógica
del nuevo papel económico del conocimiento avanzado. Por consiguiente,
el tipo de educación permanente al que nos estamos refiriendo requiere,
en términos generales, acceder no necesariamente a cursos universitarios
de tipo tradicional pero sí a formas de la enseñanza avanzada.
No es casual que, en las décadas finales del siglo XX, se haya producido
una verdadera revolución en la matrícula terciaria. Apuntando
una vez más a la brevedad, nos limitamos a transcribir, en apoyo de tal
afirmación, la siguiente gráfica.
Fuente: World Bank (2002: 46)
Existe enseñanza superior desde los orígenes
mismos de la civilización. La misma ha estado ligada a una de las más
gravitantes, proteicamente cambiantes y recurrentes fuentes de la estratificación
social, la división entre “trabajo manual” y “trabajo
intelectual”. Mucho ha cambiado la enseñanza avanzada en el curso
de la historia; sin embargo, hasta hace muy poco, siguió siendo patrimonio
de minorías; eso es justamente lo que ha empezado a cambiar de manera
acelerada en las últimas décadas. Esa es la primera constatación
que surge de la gráfica precedente.
A sabiendas de las carencias que siempre tiene
“medir” un fenómeno muy complejo mediante un indicador, cuantitativo
y único, tomamos como “aproximación” (proxy) de
las capacidades en materia de conocimiento, la tasa de matriculación
terciaria.
Desde ese punto de vista, la segunda constatación
que surge de la gráfica considerada es la desigualdad de capacidades.
La matrícula terciaria se expande casi por todas partes, pero sólo
en el “Norte” se aprecia la verdadera revolución que significa
la extensión de la enseñanza terciaria a la mayoría de
los jóvenes entre 18 y 24 años de edad. En términos del
propio documento del Banco Mundial del cual está tomada la gráfica
en cuestión, resulta evidente la “brecha de la matriculación”.
Ese es un aspecto central de lo que podemos llamar las divisorias del aprendizaje.
Basta tener una impresión primaria de lo
que son las condiciones de la enseñanza en las universidades del “Norte”
y en la mayor parte de las del “Sur” para convencerse que la gráfica
subestima la magnitud de tal “brecha de la matriculación”.
Pero ya dijimos que no nos ocuparíamos aquí de aspectos cuantitativos.
Preferimos subrayar que atender sólo a las diferencias en materia de
capacidades, si bien muy importante, ofrece una visión demasiado parcial
de las divisorias del aprendizaje: no menos importante es atender a las diferencias
en materia de oportunidades, para usar creativamente los conocimientos y seguir
aprendiendo, mediante ese uso, en interacción con otros agentes, en el
curso de la solución de problemas de la práctica. Notemos, por
ejemplo, que si sólo atendemos a las capacidades y las estimamos, como
antes, por la matriculación terciaria, entonces Argentina resulta ubicada
en la misma posición que Italia, Dinamarca y Japón, lo cual implicaría
una distorsión demasiado gruesa del efectivo poder técnico-productivo
de tales países.
Se destaca, desde este ángulo de mira,
la noción ya clásica de “aprender haciendo” (learning
by doing) y la más reciente de “aprender interactuando”
(learning by interacting), a las cuales agregaríamos la de “aprender
resolviendo” (learning by solving). En la aproximación
evolucionista al estudio del cambio técnico (Nelson & Winter, 1982),
se emparenta la innovación técnico-productiva con la “resolución
de problemas”. En otras palabras, la innovación no es vista como
un fenómeno restringido y poco usual, sino como algo realmente “distribuido”
(von Hippel, 1988), presente en distintos ámbitos sociales, y asimilable
al manejo no rutinario de los problemas que las diversas prácticas suscitan.
Sintetizando, las oportunidades a las que nos referimos están
estrechamente ligadas a las posibilidades de usar conocimientos, interactuando
en la resolución de problemas.
Este enfoque lleva directamente a dos nociones
que nos parecen útiles. Una de ellas es la de circuito innovativo,
que se refiere a la interacción de dos actores sociales, uno con la necesidad
de encarar un problema y otro con la capacidad potencial para resolver el problema,
capacidad que se hará realidad, dando lugar a una innovación,
en la medida en que el diálogo entre ambos actores permita que sus diferentes
conocimientos puedan ser puestos al servicio de la búsqueda de una solución
realmente adaptada a la necesidad de partida.
La noción se inspira directamente en el
estudio de las relaciones usuario-productor (Lundvall, 1985), que constituye
una de las vetas inspiradoras de la teoría de los sistemas de innovación
(Freeman, 1987; Lundvall, 1992; Nelson, 1993; Edquist, 1997). Un circuito innovativo
es un encuentro fecundo entre dos actores. Por cierto, la creación de
lo nuevo como resultado de un “encuentro” ha sido elaborada en contextos
mucho más amplios que el estudio de la innovación técnico-productiva
(ver por ejemplo Toynbee, 1972).
Circuitos innovativos existen en todas partes,
del Norte y del Sur. Empero, un cúmulo de estudios empíricos,
que aquí no podemos siquiera rozar, sugieren que en el mundo del subdesarrollo
tales circuitos son menos frecuentes, tropiezan con mayores dificultades, a
menudo resultan “abortados” y, aún cuando fructifican, permanecen
en no pocos casos “encapsulados” – lo que significa que la
innovación tiene lugar pero lo que fracasa es la difusión. Precisamente,
uno de los rasgos a nuestro entender característicos del subdesarrollo
es la proliferación de procesos truncos de difusión.
Cuando los circuitos innovativos tienen éxito
y se difunden las soluciones a problemas que en ellos se han generado, las relaciones
entre los actores involucrados suelen estabilizarse y ampliarse, de modo de
incluir a otros actores. Surgen así espacios interactivos de aprendizaje;
ésta es la segunda de las nociones a las que antes nos referimos. Con
ella queremos denominar ciertos conjuntos de interacciones, relativamente estables
y sistemáticas, entre actores distintos que, sin desmedro de sus diferencias
de intereses y aún de los conflictos que puedan oponerlos, cooperan en
el uso del conocimiento, resolviendo problemas y generando senderos de aprendizaje
que, en mayor o menor medida, transforman a todos los actores involucrados.
En este sentido, los espacios interactivos de aprendizaje se integran directamente
con la noción de economía fraternal que conforma el núcleo
de Pekea. En efecto, constituyen espacios donde se construye confianza y se
reconocen, respetan e integran los saberes de todos los participantes. Así,
pueden ser caracterizados como espacios para el ejercicio de la "fraternidad
cognitiva", aspecto clave de la economía fraternal en el marco de
la emergente economía basada en el conocimiento.
Los espacios interactivos de aprendizaje nacen,
se desarrollan, maduran y a menudo mueren de muerte natural, cuando se agotan
los ciclos de vida de los productos y procesos en torno a los cuales se estructuraron.
Pero otras veces a esos espacios los matan.
En América Latina hemos contemplado recientemente
numerosos ejemplos de verdaderos “asesinatos” de espacios interactivos
de aprendizaje. Los “hechos estilizados” podrían resumirse
apretadamente como sigue. Una empresa pública (de energía, telecomunicaciones,
etc.), que puede disponer de un laboratorio de I+D, para resolver ciertos problemas
de manera técnica y económicamente eficiente en su contexto específico,
apela a veces a la colaboración de equipos de investigación universitarios
y/o de pequeñas empresas nacionales de base tecnológica; estas
últimas en no pocos casos conjugan un sofisticado manejo de la tecnología
con un conocimiento en profundidad del medio en el cual actúan; están
así capacitadas para colaborar al hallazgo de soluciones “a la
medida” del contexto, operando como sastres tecnológicos.
Pueden de esa forma surgir circuitos innovativos y aún espacios interactivos
de aprendizaje. Pero, aún en tales casos exitosos, no es raro que el
cambio en la dirección de la empresa estatal o su privatización
redireccionen su demanda tecnológica hacia el exterior, desperdiciando
los recursos encarnados en los equipos de investigación nacionales y
en los “sastres tecnológicos”, e incluso desmantelando sus
propios laboratorios de I+D. Así se “asesinó” en el
Uruguay un potencial espacio interactivo de aprendizaje en el área de
las telecomunicaciones (Arocena y Sutz, 2001a). Más en general, una de
las principales tendencias en la evolución reciente de los “sistemas
de innovación” en América Latina - ver, por ejemplo, Cassiolato,
Lastres, & Maciel (2003), Katz, (2003) - puede ser interpretada, a nuestro
entender, como pérdida de numerosos espacios interactivos de aprendizaje;
en otras palabras, como un “proceso de desaprendizaje”, cosa muy
distinta de los “procesos de olvido” (Johnson, 1992: 29) que los
nuevos aprendizajes suelen requerir.
Las diferencias en las oportunidades, para usar
creativamente y expandir los conocimientos colectivos, tiene mucho que ver con
la “riqueza” o “pobreza” que cada medio social presente
en materia de espacios interactivos de aprendizaje. En términos esquemáticos
– pero a nuestro entender no erróneos – el “Norte”
tiende a ser rico en tales espacios y el “Sur” pobre.
Hemos procurado, en suma, argumentar que las divisorias
del aprendizaje – entre grupos sociales, regiones o naciones – tienen
que ver tanto con capacidades como con oportunidades.
A los efectos de ofrecer una ilustración
apenas de las divisorias del aprendizaje necesitamos un indicador de las capacidades
– para lo cual ya hemos manejado la matrícula terciaria –
y otro de las oportunidades. Lo segundo es todavía más difícil
que lo primero, por la naturaleza interactiva de lo que se trata de estimar
y por la inexistencia de ciertos indicadores relativamente útiles en
el caso de muchos países. A sabiendas de ello, elegimos como indicador
el porcentaje de su PBI que cada país dedica a I+D; ahorramos al lector
la enumeración de las desventajas de tal indicador (incluyendo la poca
confiabilidad que merecen las cifras disponibles en ciertos casos). Lo vemos
apenas como una primera y distante “aproximación” a la importancia
que el conocimiento tiene en la economía de cada país y, por lo
tanto, a la estimación de las “oportunidades”, en el sentido
especificado más arriba.
Combinando ambos indicadores, obtenemos la siguiente
ilustración de las divisorias del aprendizaje entre países.
Notemos que aún una estimación tan grosera como la precedente
lleva a un resultado que converge con lo que surge de un uso realmente sofisticado
de instrumental cuantitativo. El indicador “ArCo” de capacidades
tecnológicas (Archibugi & Coco, 2003) combina diversos datos relativos
a (i) la creación de tecnología, (ii) las infraestructuras tecnológicas
y (iii) el desarrollo de capacidades humanas. Ese indicador ubica en los primeros
veinticinco lugares a los que los autores denominan “países líderes”.
Ellos constituyen el “Norte” que aparece en la figura precedente;
son el “centro” de la economía global contemporánea.
Por cierto, ese “Norte” no es homogéneo, pero mucho más
heterogéneo es “el resto”. En él se advierten no menos
de tres o aún cuatro panoramas distintos. Los evocaremos a continuación
de manera realmente telegráfica.
Se registran algunos casos regionales o nacionales que combinan un crecimiento
económico sostenido con mejoras más o menos apreciables de la
situación social; ciertas zonas geográficamente próximas
al “centro”, particularmente en Europa, presentan indicadores que
se asemejan a los de los “países líderes”. Mucho más
extensas son las áreas claramente “subdesarrolladas”, en
las que no se detectan tendencias “convergentes” con los países
centrales sino más bien lo contrario. Dentro de estas áreas cabe
distinguir entre “las periferias” y las zonas “marginales”.
Las últimas aparecen muy poco conectadas a las dinámicas económicas
internacionales, sin desmedro de que intereses muy poderosos se vuelquen sobre
sus recursos naturales. Por su parte, las “periferias”, están
bastante conectadas con la economía internacional, pero de manera en
parte distinta a la generada por la “división internacional del
trabajo”, establecida desde las décadas finales del siglo XIX,
entre los “centros” industrializados y las “periferias”
exportadoras de bienes primarios. Estas últimas son hoy “neoperiferias”:
pueden basar su inserción externa primordialmente en la exportación
de recursos naturales, como es el caso de Sud América, o más bien
en el ensamble manufacturero “maquilador”, como lo ejemplifica México,
pero lo definitorio es que las dinámicas económicas predominantes
no demandan conocimiento avanzado endógenamente generado, ni mayores
capacidades locales para la innovación, ni inducen casi espacios interactivos
de aprendizaje. En suma, las “neoperiferias” del presente se caracterizan
por especializarse mayormente en actividades comparativamente débiles
en conocimiento. en ese sentido, al igual que las periferias del pasado, presentan
una debilidad estructural en factores claves del dinamismo económico.
Las “neoperiferias” y las zonas marginales constituyen al presente
el mundo del subdesarrollo. Hoy como ayer, muestran índices - de alimentación,
acceso vivienda, salud, educación, etc. – que son muy variados
pero que, para amplios estratos de población, resultan insuficientes
desde el punto de vista del desarrollo humano. Hoy como ayer, estas insuficiencias
van de la mano con la dependencia y la subordinación – económica,
política y militar- al "Norte". Pero, en todo ello, junto a
las continuidades, aparecen también los cambios. Entre estos últimos,
hemos intentado poner de manifiesto la creciente relevancia de las divisorias
del aprendizaje. El conocimiento se ha convertido en factor de primerísima
relevancia tanto en el atraso como en la dependencia, que en conjunto caracterizan
al subdesarrollo. Este es un fenómeno polifacético y dinámico
que, al comenzar el siglo XXI, se configura de tal forma que los países
subdesarrollados coinciden, nada casualmente, con los que están claramente
por debajo de las divisorias de aprendizaje.
Por supuesto, no sólo son significativas tales divisorias entre países
sino también al interior de naciones y regiones. Ello es inherente a
las formas contemporáneas en que se entretejen conocimiento y poder,
las que van convirtiendo a las divisorias del aprendizaje en una clave mayor
de la estratificación social contemporánea. Hay muchos indicadores
que permiten calibrar esas divisorias dentro de un determinado ámbito.
Ciertos datos relevantes permiten incluso comparar las diferencias ligadas al
aprendizaje en distintas zonas. Por ejemplo: “Mientras en Europa la brecha
de escolaridad entre el 10% más rico y el 10% más pobres es de
2 a 4 años, en América Latina es de 7 años y en México
es de 10 años.” (Kliksberg, 2003: 157)
En general, convendría prestar especial
atención a los indicadores – disponibles o a elaborar – que
contribuyan a estimar las capacidades ligadas a la mayor o menor extensión
de la educación avanzada permanente y las oportunidades vinculadas
a la densidad social de los espacios interactivos de aprendizaje. Apreciaríamos
grandemente críticas y sugerencias a este respecto.
III.- ¿Cuál equidad?
Ha sido característico de las corrientes economicistas en la teoría
del desarrollo el afirmar que, en ciertas etapas, la desigualdad relativamente
alta es no sólo inevitable sino también conveniente, pues sólo
así ciertos sectores concentran recursos suficientes como para invertir
considerablemente, generando de tal forma un proceso de crecimiento que, a cierta
altura, extendería los beneficios al conjunto de la población
y, en particular, empezaría a disminuir las desigualdades. Los puntos
débiles de esa argumentación no son difíciles de encontrar.
Más aún, no faltan relevantes ejemplos históricos –
como los de los países escandinavos, Corea, Taiwan y otros – que
apuntan en una dirección muy distinta.
Además, diversos casos muestran cómo la equidad – además
de ser un valor en sí mismo, a nuestro entender – incide positivamente
en la calidad de vida, incluso compensando desventajas de tipo económico:
“países como Suecia, Japón y hasta Costa Rica, que tienen
menor producto per cápita que Estados Unidos, pero mejor equidad, tienen
mayor esperanza de vida. La diferencia entre el producto bruto per cápita
de Estados Unidos y el de Costa Rica es de cerca de 21.000 dólares, sin
embargo la esperanza de vida es mayor en Costar Rica (76,6 años vs 76,4)”
(Kliksberg, 2003: 54). “Una distribución más igualitaria
de los ingresos crea mayor armonía y cohesión social, y mejora
la salud pública. Las sociedades con mayor esperanza de vida mundial,
como Suecia (78,3) y Japón (79,6) se caracterizan por muy altos niveles
de equidad.” (Idem: 107)
Una muy interesante comparación histórica de largo plazo (Lingarde
& Tylecote, 1999) entre la evolución de los países escandinavos
y la de los países del Cono Sur de América (Argentina, Brasil
y Uruguay) atribuye incidencia fundamental, en el muy diferente desempeño
de unos y otros en términos de desarrollo humano, a la significativamente
menor desigualdad de los primeros en relación a los segundos.
Ahora bien, aunque mucho querríamos que las cosas fueran de otro modo,
la realidad no autoriza a decir que la equidad de por sí es la palanca
que pone en marcha el desarrollo humano sustentable, ni siquiera en el caso
de sociedades que han alcanzado niveles significativos de capacidades productivas.
Ello fue elocuentemente ilustrado, en el caso de América Latina, por
el trabajo clásico de Fernando Fajnzylber (1990) sobre ritmos de crecimiento
y niveles de desigualdad; el autor mostró que algunos países,
entre los años ’50 y los ’80, combinaron crecimiento rápido
y alta desigualdad, como México y Brasil, mientras que otros –
Argentina y Uruguay en particular -, a la inversa, mostraban un crecimiento
lento y desigualdad relativamente baja, al tiempo que, desgraciadamente, sobraban
ejemplos de pobre comportamiento en ambos rubros; en esa clasificación,
el autor destacaba la existencia de un “casillero vacío”:
ningún país latinoamericano combinaba crecimiento rápido
y desigualdad baja.
Sin entrar en detalles notemos que, posteriormente, Argentina y Uruguay siguieron
mostrando un desempeño económico promedialmente pobre pero, en
parte por ello mismo, no fueron capaces de sostener sus logros en materia social,
acentuándose en ambos casos la desigualdad.
Este enfoque lleva a revisar la argumentación de Lingarde & Tylecote
(1999). Si bien parece sólida la evidencia de que la mayor equidad escandinava
ayuda a comprender su mejor desempeño socioeconómico respecto
al Cono Sur latinoamericano, la evolución de este último apunta
a distinguir distintos tipos de equidad.
Uruguay es, en comparación con el resto de América Latina, un
caso de avance significativo y temprano hacia la disminución de la desigualdad.
Distintos factores confluyeron en la construcción, durante las primeras
décadas del siglo XX, de un Estado de Bienestar con caracteres pioneros,
que a la vez expresó y reforzó una vocación igualitaria
bastante difundida en la población uruguaya; la extensión de la
enseñanza pública y un amplio sistema de previsión social
pueden ser vistas como las columnas fundamentales de esa construcción,
cuyo impacto en las condiciones promediales de vida llegó a su apogeo,
en términos relativos, durante la década de 1950. En el contexto
latinoamericano, no es la desigualdad la que permite explicar el prolongado
estancamiento de la producción uruguaya a partir de fines de la década
mencionada ni el desempeño económico posterior, irregular y en
su conjunto pobre.
A nuestro entender, en ese caso como en muchos otros, se puede comprobar que
prevalecieron “formas reactivas” de la equidad. Esta designación,
ajena a toda valoración ética, alude al tipo de acciones y medidas
que aminoran la desigualdad generada por el funcionamiento de la economía
pero no fortalecen, o incluso disminuyen, las capacidades de los sectores postergados
y del país en su conjunto para recorrer senderos de aprendizaje colectivo,
para innovar, producir mejor y resolver de maneras nuevas los problemas socioeconómicos.
Esto último incluye en lugar destacado los procesos de “construcción
de Capacidades Societales para el Cambio Tecnológico” analizados
por Humbert (2003). Llamamos, en una primaria y muy simplificada clasificación
dual, “formas proactivas” de la equidad a las que disminuyen la
desigualdad mediante procedimientos que al mismo tiempo refuerzan el potencial
productivo e innovativo de los sectores directamente involucrados, lo que a
su vez posibilita nuevos avances hacia la disminución de la desigualdad.
Paliar la desigualdad es altamente deseable; a
veces hay distintas formas de hacerlo pero a menudo la urgencia no deja mayor
margen para la elección. No estamos proponiendo una clasificación
de tipo moral, sino tan sólo indicando que, en la discusión de
alternativas para enfrentar la desigualdad, vale la pena prestar atención
a sus efectos a largo plazo : la equidad proactiva es la equidad sostenible,
es decir, la que a la vez de fomentar la equidad en el presente colabora a construir
los cimientos materiales y culturales de su expansión futura.
Las dinámicas del cooperativismo campesino danés en el siglo XIX,
tal como las analizan Lingarde & Tylecote (1999) y Jamison (1982), o las
reformas agrarias de Corea del Sur y Taiwan en el siglo XX, disminuyeron la
desigualdad y ampliaron las capacidades de los pequeños productores.
Son ejemplos de equidad proactiva. También lo son, en general, los procesos
que extienden la educación a sectores postergados. Pero a este respecto
también corresponde establecer ciertas distinciones. En aras a la brevedad,
nos seguiremos manejando con los mismos ejemplos nacionales. Buena parte de
los avances sociales del Uruguay se relacionan con la relativamente temprana
generalización de la enseñanza elemental, abordada allí
como en Argentina con mucho vigor ya a fines del siglo XIX. Pero ese proceso
siempre se vio limitado por la persistente postergación material y la
subvaluación cultural de la enseñanza técnica; ello mantuvo
una fuente importante de desigualdad. Ese mismo factor, conjugado con la escasa
prioridad asignada a las ciencias naturales, se reflejó en la fragilidad
de las capacidades para resolver problemas de diverso tipo, desde la producción
a la salud. En tal terreno, la evolución tanto de Escandinavia como de
las naciones antes mencionadas de Asia Oriental, ha sido muy distinta, como
bien se conoce. En otras palabras, la extensión de la educación
puede adoptar formas con distinto grado de “proactividad”.
Vinculemos todavía nuestra temática con la gran cuestión
de la agenda de investigación. La dilucidación de cuáles
problemas reciben atención prioritaria y de qué tipo de soluciones
se busca constituyen, por un lado, uno de las vías principales del condicionamiento
social de las actividades científicas y tecnológicas; por otro
lado, el tipo de impacto social de tales actividades depende en buena medida
de la configuración de la agenda de investigación. El Informe
sobre el Desarrollo Humano de 1999 ejemplifica elocuentemente cómo las
prioridades que en los hechos se registran en esa agenda contribuyen a ampliar
la desigualdad. Informes promovidos por la Organización Mundial de la
Salud apuntan en la misma dirección, destacando “que sería
posible enfrentar las enfermedades de los pobres si hubiera el adecuado esfuerzo
de investigación. Pero allí hay un problema de fondo. Los grandes
laboratorios no dedican recursos mayores a ellas, porque no son atractivas en
términos de mercado. Una estimación indica que sólo el
5% del gasto mundial en investigación y desarrollo en salud está
dirigido a los problemas de salud del 95% de la población mundial. Así
la Revista de la American Medical Association indica que, entre 1975 y 1997,
sólo aparecieron en el mercado 13 fármacos destinados a las enfermedades
tropicales y la mitad fueron el resultado de investigaciones veterinarias.”
(Kliksberg, 2003: 177)
Los problemas de los sectores postergados no se resuelven, por supuesto, sólo
con investigación. Pero su solución requiere frecuentemente más
y mejor conocimiento, en los diversos campos de las técnicas y de las
ciencias – humanas, sociales y naturales. Impulsar en esa dirección
las prioridades de la investigación puede contribuir a reducir las desigualdades.
Para hacerlo efectivamente, es imprescindible que los sectores con los que se
pretende colaborar se involucren en procesos interactivos de aprendizaje, en
los que se amplían las capacidades de todos los participantes para resolver
problemas. Luego, una agenda de investigación sesgada por la preocupación
por la inequidad puede colaborar a la construcción de formas proactivas
de la equidad.
Recapitulación
Uno de los desafíos que enfrenta la economía
solidaria es el de avanzar hacia al desarrollo humano auto sustentable. Por
tal cabe entender un proceso en que: i) se fomenta activamente la mejora en
la calidad de vida de la gente, es decir, el aspecto humano del desarrollo;
ii) se resguarda, al procurar lo anterior, la sustentabilidad ambiental, protegiendo
así la calidad de vida de las generaciones futuras; este es el aspecto
sustentable del desarrollo; iii) por último, se construye en el
presente las condiciones necesarias - cognitivas, culturales, sociales, políticas-
que sirvan de cimiento a la construcción de un futuro mejor; este es
el carácter auto sustentable del desarrollo.
En América Latina el desarrollo humano auto sustentable se ha visto grandemente
dificultado por tendencias profundas, de muy largo plazo, que preservan en la
mayoría de los casos una alta desigualdad, la cual sólo ha sido
contrarrestada en algunos pocos casos por formas predominantemente reactivas
de la equidad.
Hay, por supuesto (y por suerte!), muchos contraejemplos, algunos de los cuales
se mencionan en un trabajo en el que hemos tratado de justificar la afirmación
precedente (Arocena y Sutz, 2001b). Pero, en los términos estilizados
del análisis de Fajnzylber, cabe sostener que el “casillero vacío”
latinoamericano refleja la muy escasa presencia de formas proactivas de la equidad.
Buscar estas formas es cuestión imperativa para afrontar el subdesarrollo.
Ahora bien, el carácter de las distintas formas de la equidad no es invariante
con el tiempo. Cabe sugerir que, en diversas situaciones históricas concretas,
el efecto conservador que suele tener el éxito indujo a ciertas sociedades
a persistir en la prioridad asignada a ciertas formas de la equidad que habían
sido proactivas pero que estaban dejando de serlo.
En todo caso, lo que aquí nos interesa subrayar es que las transformaciones
brevemente discutidas en la sección I alteran no pocos aspectos de ese
gran problema que es la construcción de formas sustentables de la equidad.
En los términos considerados en la sección II, sintetizaríamos
nuestro punto de vista diciendo que, cuando ha llegado a ser tan grande el impacto
de las divisorias del aprendizaje, la equidad proactiva puede caracterizarse
como el conjunto de procesos que, simultáneamente, (i) disminuyen la
desigualdad y (ii) amplían tanto las capacidades como las oportunidades
colectivas para aprender y usar de manera socialmente fecunda el conocimiento.
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