Inegalité, sous-dévéloppement et processus d’apprentissage

Rodrigo Arocena y Judith Sutz

     Les trente dernières années ont connu une croissance des inégalités; ce phénomène, même s’il connaît quelques contre-courants, est devenu dominant, accentuant les différences dans les conditions de vie entre groupes de nations et à l’intérieur de la plupart des pays. Avec cette croissance de l’inégalité vient l’aggravation de la misère : aujourd’hui il y a les deux tiers du planète en dessous de la ligne de pauvreté. L’augmentation des inégalités est, plus que jamais, étroitement liée aux différences dans l’accès à la génération, la gestion, le contrôle, l'utilisation et l'avancement des connaissances.
Une des voies majeures à travers laquelle la connaissance scientifique et technique affecte la question de l’égalité est le poids croissant de l’innovation techno-productive dans la dynamique économique. Le rythme frénétique du changement technique pose des défis énormes aux secteurs faibles en termes de connaissances modernes : il est particulièrement difficile pour eux de comprendre le sens des changements et de s’organiser pour mettre en avant leurs intérêts. En plus, l’innovation tend à diversifier énormément les modalités de travail, d’apprentissage, d’information et de communication, de la vie quotidienne. Particulièrement important est l’effet de cette tendance dans le monde du travail, où on assiste non à « la fin du travail » mais à sa dégradation, liée à la perte de pouvoir du travail peu qualifié.
Une économie basée dans la connaissance et mue par l’innovation émerge dans une partie très restreinte du globe; elle affecte, de façon très asymétrique, l’ensemble de l’Humanité. Ses conséquences sociales dépendent étroitement des processus collectifs d’apprentissage, de ses impacts dans les orientations des changements et dans l’incorporation de nouvelles connaissances dans les pratiques du travail et de participation citoyenne. Tout cela a des conséquences majeures dans la configuration du sous-développement.
      On se propose d’étudier les relations entre connaissances et inégalités à partir de la notion de discriminants ("Divisorias"- "Watershed") par l’apprentissage. La moitié des jeunes gens dans les pays développés arrivent à l’éducation supérieure ; seulement un sur dix a cette possibilité pour l’ensemble des pays sous-développés. C’est un exemple d’une des deux facettes des discriminants de l’apprentissage, la différence des capacités. L’autre côté est lié aux opportunités d’utiliser de façon créative les connaissances acquises.
     Une grand défi pour l’économie fraternelle est d'aider à penser comment surmonter les discriminants de l’apprentissage, source majeure des inégalités structurelles du monde d’aujourd’hui. Pour cela on se propose d’étudier les formes de l’égalité pro-active, c’est-à-dire les processus qui promeuvent l’égalité et, en même temps, encouragent l’innovation : de cette façon, l’égalité devient soutenable, au sens où elle permet de construire au présent les bases de son déploiement futur. Cette notion est apparentée avec la « construction des capacités sociales pour le changement technologique », proposée par Marc Humbert. Pour les deux, la réflexion sur l’agenda de recherche devient centrale. On est sûr que PEKEA sera un lieu de fermentation d'un apprentissage collectif à cet égard.


Desigualdad, subdesarrollo y procesos de aprendizaje

Rodrigo Arocena y Judith Sutz

Primera versión. Diciembre 2003

Introducción
     Durante las últimas tres décadas se ha manifestado con fuerza una tendencia al alza de las desigualdades. Sin desmedro de algunos ejemplos en contrario, dicha tendencia predomina, acentuando las diferencias en las condiciones de vida tanto entre grupos de naciones como al interior de la mayor parte de los países. Ese fenómeno es altamente preocupante, en sí mismo así como por sus consecuencias en el agravamiento de la problemática ambiental, de los conflictos sociales y, muy especialmente, de la miseria. El número de pobres se estima en más de las dos terceras partes de la población del planeta: “son 4100 millones actualmente. Detrás de la pobreza hay una aguda desigualdad que la genera, la reproduce y la amplía.” (Kliksberg, 2003: 19)
     El incremento de las desigualdades se liga cada vez más a las diferencias en el acceso al conocimiento, a sus beneficios y perjuicios, a su generación, manejo, control, aprovechamiento y actualización. En este trabajo, tales cuestiones se enfocan desde la noción de divisorias del aprendizaje. Su incidencia en la configuración actual del subdesarrollo recibe especial atención. Se trata de una noción en curso de elaboración, para lo cual se necesita, en particular, elaborar “medidas” o indicadores de real significación. En cualquier caso, las divisorias del aprendizaje parecen un fenómeno mayor en el curso de la emergencia, altamente asimétrica y conflictiva, de una “sociedad capitalista del conocimiento”. Semejante proceso altera gran parte de los datos de los problemas que deben enfrentar quienes aspiran a colaborar en la construcción de sociedades más libres, igualitarias y solidarias. Muy especialmente, lleva a repensar la problemática de la transformación de la educación y, más en general, de los procesos de aprendizaje en el conjunto de la sociedad.


I.- Ciencia, tecnología, innovación y desigualdad

     El análisis de las dinámicas sociales contemporáneas suscita debates probablemente no menos agudos que los generados en las etapas más polémicas de la historia. Sin embargo, ciertos procesos son considerados relevantes por la mayor parte de los enfoques, sin desmedro de muy disímiles caracterizaciones, explicaciones y – sobre todo – valoraciones.
     Intentemos resumir ese consenso amplio, utilizando para ello en este párrafo la terminología más neutra posible. Pocos niegan que, durante la segunda mitad del siglo XX, se produjo una aceleración del cambio técnico, cuya manifestación más notoria – aunque por cierto no la única relevante - fue el incremento notable en las capacidades para generar, almacenar, procesar y transmitir información. Se acepta también, en general, que tienen gran importancia las relaciones entre los grandes cambios tecnológicos recientes y las transformaciones registradas en la economía, la política y la cultura de nuestra época. Dicho de otra forma, es probable que también sean pocos quienes nieguen que las interacciones entre, por un lado, el conocimiento científico y tecnológico, y por otro lado las distintas formas del poder social, han llegado a ser más gravitantes que en cualquier momento del pasado.
     Las valoraciones normativas de tal aceleración del cambio técnico – cuán buena y/o cuán mala está resultando para los seres humanos – difieren ampliamente, como es notorio. Por eso mismo vale la pena subrayar un tercer consenso amplio en torno a una apreciación de carácter fáctico – relativa a lo que “está sucediendo” y no a lo que “debería suceder” – pero estrechamente vinculada a la apreciación normativa de los fenómenos considerados. Nos referimos a sus conexiones con el incremento de la desigualdad. Por supuesto, esta última es cuestión muy compleja, que debe ser considerada según dimensiones diversas y cuya estimación puede variar mucho según los indicadores que para ellos se privilegien. Aún así, suele aceptarse que la aceleración contemporánea del cambio técnico se ha visto acompañada por un alza de las desigualdades, tanto entre el “Norte” y el “Sur” como al interior del “Norte”, del “Sur” y, aunque no en todos los casos, en buena parte de los distintos agrupamientos regionales que suelen estudiarse.
     Desde nuestro punto de vista, tales apreciaciones ampliamente compartidas tienen dos consecuencias, entre varias otras fundamentales para los estudios y las prácticas sociales, que nos interesa destacar aquí. A saber:
(1)      La preocupación por las condiciones de vida en el mundo de hoy debe incluir una especial atención a la temática “Ciencia, tecnología y sociedad”, vista desde una perspectiva interactiva. La expresión alude al estudio de las evidentemente muy complejas interacciones entre, por un lado, los procesos sociales de cambio científico y tecnológico, y, por otro lado, las relaciones sociales en general. Conlleva la afirmación de que esas interacciones son efectivamente tales, y no influencias unidireccionales, de la técnica sobre la sociedad o viceversa; no existe, en sentido significativo, “determinación” de una cualquiera de ellas por la otra. Los factores que van modelando las orientaciones del cambio técnico son tanto técnicos en sentido estricto como institucionales y culturales.
(2)      Más en particular, convendría incluir en la agenda prioritaria de investigación la cuestión de la incidencia de la ciencia y la tecnología en la desigualdad, y la búsqueda de alternativas para que el avance del conocimiento contribuya más bien a paliar la desigualdad que a incrementarla.
A nuestro entender, ambos puntos se inscriben directamente en los objetivos de PEKEA, en tanto “ONG internacional que se propone, a escala planetaria,
- -identificar, movilizar competencias concretas y saberes teóricos transdisciplinarios sobre la organización de las actividades económicas
- -servir a la construcción colectiva, democrática, de un saber político y ético, un pensamiento alternativo pertinente, sobre las actividades económicas, y fomentar su difusión más ancha”.
     Por ello, agradecemos especialmente que se nos haya dado la oportunidad de presentar nuestros puntos de vista en el Seminario de PEKEA de diciembre 2003, sobre el punto (2) recién anotado, lo que hacemos a continuación, resumiendo mucho y actualizando un poco ciertas trabajos recientes (Arocena & Sutz, 2003 a, b, c; Arocena & Senker, 2003; Sutz, 2003 a, b; Arocena, 2003; un enfoque de la cuestión en la perspectiva de la historia latinoamericana se ensaya en Arocena & Sutz, 2001 a, b). Vale la pena consignar que nuestra modesta contribución se inscribe en el propósito de constituir una red de investigadores en la temática “Ciencia, tecnología y desigualdad” (ver Senker, 2003).
     A nuestro entender, una vía mayor a través de la cual la ciencia y la tecnología afectan a lo que se refiere a la equidad es, al presente, el ascendente papel de la innovación técnico-productiva. A esta última nos referimos simplemente como “innovación”, para abreviar y sin que ello signifique en modo alguno considerarla “superior” a otras formas de la creatividad humana. Esa innovación es entendida aquí, en la tradición schumpeteriana, como introducción de lo nuevo – más específicamente, de “nuevas combinaciones” - en las prácticas productivas de bienes y servicios. Como es bastante notorio, ha crecido sustantivamente en tiempos recientes la gravitación en las dinámicas económicas de la innovación, y ésta se basa cada vez más en el conocimiento, incluso en el que se ha generado recientemente o está en curso de serlo. Ello constituye un factor central de desestabilización de las relaciones sociales constituidas en torno a la producción, puesto que, retomando nuevamente a Schumpeter, la innovación implica, necesariamente, cambio de rutinas.
     El ritmo mismo de los cambios hace difícil que los sectores con menor poder y conocimientos tengan tiempo para captar el sentido de los procesos y/o para organizarse en torno a la defensa de sus intereses, y hasta para encontrar intereses compartidos que constituyan el cimiento de su organización. Esto último se ve acentuado porque la innovación en curso tiende a diversificar sustantivamente las modalidades en las cuales la gente trabaja, aprende, se informa y comunica, consume y atiende a su vida cotidiana.
     Esa diversificación, posibilitada muy especialmente por las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y estimulada por la conjunción de intereses diversos, es particularmente visible en el mundo del trabajo; la misma constituye una de las causas del debilitamiento de los sindicatos. El impacto laboral de la innovación no apunta, como a veces erróneamente se sostiene, a debilitar a la industria en beneficio de los servicios, sino más bien a disminuir el poder de negociación, explícito o implícito, de quienes desempeñan actividades rutinarias, que no requieren mayores calificaciones ni renovación sistemática de las mismas. Parte de esas actividades son sustituibles por procesos automatizados; que lo sean efectivamente o no depende de factores no técnicos, como los niveles salariales, la legislación vigente, las condiciones efectivas de trabajo. En cualquier caso, es claro que la oferta de empleo industrial “tradicional”, de cuello azul, ha disminuido mucho en términos promediales. Otra parte de las actividades de tipo comparativamente rutinario – como los “servicios persona a persona”, en el sentido de Reich (1993) – no son en principio reemplazables más que parcialmente por dispositivos automatizados. Estas son actividades cuya propia naturaleza dificultó tradicionalmente la organización de los asalariados. Esas dificultades tienden a incrementarse hoy, por factores ya apuntados, entre los cuales se destaca la abundancia de la oferta de trabajo, escasamente atendida por la demanda industrial tradicional, lo cual obviamente refuerza la posición de los empleadores.
     No asistimos pues al “fin del trabajo”, sino a la pérdida de poder relativo de gran parte de los trabajadores, lo cual, según los casos, se traducirá en incremento de la desocupación abierta y/o distintas combinaciones de mayor informalidad y empeoramiento de las condiciones laborales de sectores más o menos amplios de asalariados (Castells, 1999). En este sentido es que cabe hablar de una visible “degradación del trabajo”.
     Por cierto, la aceleración de la innovación desestabiliza también el panorama ocupacional de muchas personas con altas calificaciones. Entre ellas, son proporcionalmente menos que antes las que pueden contar con ocupaciones estables, incluso en los llamados “países industriales avanzados”. Pero, en estos países, la emergencia de una “economía basada en el conocimiento y motorizada por la innovación” (de la Mothe y Paquet, 1996), se refleja en una mayor demanda de calificaciones en un abanico amplio de actividades; las mismas no se reducen por cierto a las directamente basadas en las ingenierías y las ciencias naturales, sino que se extienden al conjunto de las tareas desempeñadas por los que Reich (1993) denomina “analistas simbólicos”. Estos manejan conocimientos de tipo muy variado – del cine a la biotecnología, de la jurisprudencia a la logística – pero tienen en común la naturaleza compleja y cambiante de sus actividades, que los impulsan a renovar sus conocimientos y a buscar usarlos de maneras nuevas. Son actividades muy distintas de las de tipo rutinario. El ascenso de la innovación - y de la riqueza que la misma genera - ha incrementado, directa o indirectamente, la demanda de tales actividades y, por ende, el poder de quienes las desempeñan. Ello ha llegado a reflejarse, en particular, en la mayor diferenciación promedial de sus ingresos con respecto a los de otros sectores sociales. Este es uno de los vínculos más visibles entre conocimiento y desigualdad.
     Ahora bien, para precisar la naturaleza de tales vínculos, hace falta complementar críticamente la noción de “economía basada en el conocimiento y motorizada por la innovación”. Al respecto, nos limitaremos aquí a las siguientes tres observaciones sucintas.
(i) Una economía de esa índole no está surgiendo en el conjunto del planeta, sino en una porción bastante restringida del mismo, pero sus efectos, altamente asimétricos, van afectando al conjunto de la Humanidad.
(ii) Las consecuencias sociales del nuevo papel del conocimiento y de la aceleración de la innovación dependen crucialmente de los procesos colectivos de aprendizaje. La orientación de los cambios, la difusión de las innovaciones, sus impactos ambientales y sociales, adoptan modalidades muy diferentes dependiendo de cuánta gente sabe cuáles cosas y puede aprender otras en el curso de su desempeño laboral y ciudadano. Esto tiene, por cierto, una dimensión individual, inherente a toda experiencia de aprendizaje, pero no menos gravitante es la existencia o ausencia de procesos asociativos que forjen saberes compartidos.
Las afirmaciones (i) y (ii) serán retomadas en la próxima sección, desde el punto de vista de las “divisorias del aprendizaje”. Aquí insertaremos todavía otra observación.
(iii) Nada de lo dicho antes implica que el poder social se vaya a concentrar en las manos de las personas y grupos más directamente implicados en la generación de conocimiento avanzado. El ascenso de las sociedades industriales no traspasó el poder a los trabajadores fabriles, y estuvo bastante lejos de asignarlo en forma exclusiva a los empresarios de la industria. Hoy se habla del dominio del capital financiero en la economía global. Aunque carecemos tanto del espacio como de la competencia para evaluar en qué medida ello es así, son notorios los elementos que muestran que se trata de una tendencia muy fuerte. Ahora bien, es claro asimismo que los efectos, a menudo devastadores, del predominio acrecentado de las finanzas son bastante diferentes para los distintos países y grupos sociales. Las diferencias suelen tener no poco que ver con las distintas dotaciones de capacidades colectivas en materia de conocimiento e innovación.
     Recapitulemos. Se afirma que está emergiendo una economía basada en el conocimiento y motorizada por la innovación. Se trata de una economía capitalista, con fuerte gravitación de lo financiero. Su emergencia no se registra sino en una parte del globo, pero sus efectos desparejos alcanzan a prácticamente todos sus habitantes. En este último sentido se trata de un proceso global, cuyas formas específicas dependen considerablemente de los procesos de aprendizaje. La experiencia muestra que tal proceso ha ido de la mano con una expansión de las desigualdades conectadas, precisamente, con el conocimiento, el aprendizaje y la innovación. Como estos son factores que se desarrollan con el uso – rendimiento creciente con la escala de utilización -, no es de extrañar que el proceso conlleve una tendencia intrínseca al aumento de las desigualdades. Esa tendencia no es la única importante que está actuando, y su predominio a largo plazo no es ineluctable. Pero contrarrestarla exigirá, entre otras cosas, entender mejor las relaciones entre conocimiento y desigualdad, así como forjar nuevas políticas para actuar al interior de los procesos de generación, transmisión, uso y apropiación del conocimiento.


II.- Las divisorias del aprendizaje y la configuración actual del subdesarrollo

     En el contexto reseñado, son por supuesto cada vez más importantes las diferencias en las capacidades que provienen del acceso desigual a la educación.
     Esas diferencias son tanto cuantitativas como cualitativas; las primeras pueden estimarse mediante indicadores bien conocidos (analfabetismo, promedio de años de estudio, tasa de matriculación en la educación superior, etc.). Los aspectos cualitativos son por lo menos tan importantes como los cuantitativos, pero en general más difíciles de medir. En principio, cabe suponer que los indicadores cuantitativos subestiman las diferencias en materia educativa; en efecto, como regla general, los sectores con acceso a niveles más avanzados de la enseñanza – y por ende con más años de estudio – disponen también de ventajas cualitativas; las escuelas por las que pasaron quienes llegan a la universidad suelen estar mejor dotadas de recursos humanos y materiales que las escuelas cuyos alumnos en general no llegan siquiera a completar la enseñanza elemental.
     Dicha tendencia se ha visto acentuada por la diferenciación de los sistemas educativos públicos y, sobre todo, la expansión de la enseñanza privada. Así por ejemplo, como lo destaca Kliksberg (2003: 46—49), están operando en América Latina “fuertes procesos de estratificación de la educación”; lo evidencia el caso de Chile, donde los niveles de rendimiento de las Escuelas Municipales – que concentran a “la mayoría de la población, y a las que asiste el 57% de toda la matrícula escolar” – son inferiores a los registrados en las escuelas privadas subsidiadas por el Estado, los que a su vez son claramente menores que los constatados en las escuelas privadas sin subsidio, “a las que sólo asiste el 8% de la población escolar.”
     Dado pues que, en general, cabe presumir que los indicadores cualitativos acentúen las inequidades ligadas a la educación, nos limitaremos a recordar que éstas son ya muy grandes cuando sólo se consideran aspectos cuantitativos. En aras a la brevedad, además de lo dicho recién, nos limitaremos a considerar un solo indicador cuantitativo vinculadas al conocimiento. A continuación justificamos brevemente la opción que hacemos.
     La discusión presentada en la sección anterior sugiere que - en un contexto hondamente influenciado por la emergencia de economías basadas en el conocimiento, motorizadas por la innovación y modeladas por los procesos de aprendizaje – las capacidades para seguir aprendiendo siempre, a nivel avanzado y en conexión con el desempeño ocupacional, tienen enorme importancia. Ellas inciden poderosamente en las posibilidades laborales, pero no sólo en ellas sino también en las posibilidades de participar efectivamente en las decisiones colectivas – vale decir, en el ejercicio de la ciudadanía – así como en el acceso a ciertas formas de la cultura y en las potencialidades de cada uno para proteger la calidad de vida de su entorno – en materia de salud y ambiente, por ejemplo. Esa argumentación, apenas esbozada aquí, lleva a considerar que, en lo que hace a las capacidades, un proceso fundamental lo constituye la generalización de la educación permanente, de calidad y ligada con el trabajo.
     Se entenderá seguramente que, al hablar de educación permanente, no nos referimos a los cursillos breves y ocasionales, para personas que han perdido sus empleos, los cuales – más allá de intenciones – sólo capacitan para obtener inserciones laborales precarias. Ello surge de la experiencia pero, además, resulta de la propia lógica del nuevo papel económico del conocimiento avanzado. Por consiguiente, el tipo de educación permanente al que nos estamos refiriendo requiere, en términos generales, acceder no necesariamente a cursos universitarios de tipo tradicional pero sí a formas de la enseñanza avanzada. No es casual que, en las décadas finales del siglo XX, se haya producido una verdadera revolución en la matrícula terciaria. Apuntando una vez más a la brevedad, nos limitamos a transcribir, en apoyo de tal afirmación, la siguiente gráfica.


Fuente: World Bank (2002: 46)


      Existe enseñanza superior desde los orígenes mismos de la civilización. La misma ha estado ligada a una de las más gravitantes, proteicamente cambiantes y recurrentes fuentes de la estratificación social, la división entre “trabajo manual” y “trabajo intelectual”. Mucho ha cambiado la enseñanza avanzada en el curso de la historia; sin embargo, hasta hace muy poco, siguió siendo patrimonio de minorías; eso es justamente lo que ha empezado a cambiar de manera acelerada en las últimas décadas. Esa es la primera constatación que surge de la gráfica precedente.
     A sabiendas de las carencias que siempre tiene “medir” un fenómeno muy complejo mediante un indicador, cuantitativo y único, tomamos como “aproximación” (proxy) de las capacidades en materia de conocimiento, la tasa de matriculación terciaria.
     Desde ese punto de vista, la segunda constatación que surge de la gráfica considerada es la desigualdad de capacidades. La matrícula terciaria se expande casi por todas partes, pero sólo en el “Norte” se aprecia la verdadera revolución que significa la extensión de la enseñanza terciaria a la mayoría de los jóvenes entre 18 y 24 años de edad. En términos del propio documento del Banco Mundial del cual está tomada la gráfica en cuestión, resulta evidente la “brecha de la matriculación”. Ese es un aspecto central de lo que podemos llamar las divisorias del aprendizaje.
     Basta tener una impresión primaria de lo que son las condiciones de la enseñanza en las universidades del “Norte” y en la mayor parte de las del “Sur” para convencerse que la gráfica subestima la magnitud de tal “brecha de la matriculación”. Pero ya dijimos que no nos ocuparíamos aquí de aspectos cuantitativos. Preferimos subrayar que atender sólo a las diferencias en materia de capacidades, si bien muy importante, ofrece una visión demasiado parcial de las divisorias del aprendizaje: no menos importante es atender a las diferencias en materia de oportunidades, para usar creativamente los conocimientos y seguir aprendiendo, mediante ese uso, en interacción con otros agentes, en el curso de la solución de problemas de la práctica. Notemos, por ejemplo, que si sólo atendemos a las capacidades y las estimamos, como antes, por la matriculación terciaria, entonces Argentina resulta ubicada en la misma posición que Italia, Dinamarca y Japón, lo cual implicaría una distorsión demasiado gruesa del efectivo poder técnico-productivo de tales países.
     Se destaca, desde este ángulo de mira, la noción ya clásica de “aprender haciendo” (learning by doing) y la más reciente de “aprender interactuando” (learning by interacting), a las cuales agregaríamos la de “aprender resolviendo” (learning by solving). En la aproximación evolucionista al estudio del cambio técnico (Nelson & Winter, 1982), se emparenta la innovación técnico-productiva con la “resolución de problemas”. En otras palabras, la innovación no es vista como un fenómeno restringido y poco usual, sino como algo realmente “distribuido” (von Hippel, 1988), presente en distintos ámbitos sociales, y asimilable al manejo no rutinario de los problemas que las diversas prácticas suscitan. Sintetizando, las oportunidades a las que nos referimos están estrechamente ligadas a las posibilidades de usar conocimientos, interactuando en la resolución de problemas.
     Este enfoque lleva directamente a dos nociones que nos parecen útiles. Una de ellas es la de circuito innovativo, que se refiere a la interacción de dos actores sociales, uno con la necesidad de encarar un problema y otro con la capacidad potencial para resolver el problema, capacidad que se hará realidad, dando lugar a una innovación, en la medida en que el diálogo entre ambos actores permita que sus diferentes conocimientos puedan ser puestos al servicio de la búsqueda de una solución realmente adaptada a la necesidad de partida.
     La noción se inspira directamente en el estudio de las relaciones usuario-productor (Lundvall, 1985), que constituye una de las vetas inspiradoras de la teoría de los sistemas de innovación (Freeman, 1987; Lundvall, 1992; Nelson, 1993; Edquist, 1997). Un circuito innovativo es un encuentro fecundo entre dos actores. Por cierto, la creación de lo nuevo como resultado de un “encuentro” ha sido elaborada en contextos mucho más amplios que el estudio de la innovación técnico-productiva (ver por ejemplo Toynbee, 1972).
     Circuitos innovativos existen en todas partes, del Norte y del Sur. Empero, un cúmulo de estudios empíricos, que aquí no podemos siquiera rozar, sugieren que en el mundo del subdesarrollo tales circuitos son menos frecuentes, tropiezan con mayores dificultades, a menudo resultan “abortados” y, aún cuando fructifican, permanecen en no pocos casos “encapsulados” – lo que significa que la innovación tiene lugar pero lo que fracasa es la difusión. Precisamente, uno de los rasgos a nuestro entender característicos del subdesarrollo es la proliferación de procesos truncos de difusión.
     Cuando los circuitos innovativos tienen éxito y se difunden las soluciones a problemas que en ellos se han generado, las relaciones entre los actores involucrados suelen estabilizarse y ampliarse, de modo de incluir a otros actores. Surgen así espacios interactivos de aprendizaje; ésta es la segunda de las nociones a las que antes nos referimos. Con ella queremos denominar ciertos conjuntos de interacciones, relativamente estables y sistemáticas, entre actores distintos que, sin desmedro de sus diferencias de intereses y aún de los conflictos que puedan oponerlos, cooperan en el uso del conocimiento, resolviendo problemas y generando senderos de aprendizaje que, en mayor o menor medida, transforman a todos los actores involucrados. En este sentido, los espacios interactivos de aprendizaje se integran directamente con la noción de economía fraternal que conforma el núcleo de Pekea. En efecto, constituyen espacios donde se construye confianza y se reconocen, respetan e integran los saberes de todos los participantes. Así, pueden ser caracterizados como espacios para el ejercicio de la "fraternidad cognitiva", aspecto clave de la economía fraternal en el marco de la emergente economía basada en el conocimiento.
     Los espacios interactivos de aprendizaje nacen, se desarrollan, maduran y a menudo mueren de muerte natural, cuando se agotan los ciclos de vida de los productos y procesos en torno a los cuales se estructuraron. Pero otras veces a esos espacios los matan.
     En América Latina hemos contemplado recientemente numerosos ejemplos de verdaderos “asesinatos” de espacios interactivos de aprendizaje. Los “hechos estilizados” podrían resumirse apretadamente como sigue. Una empresa pública (de energía, telecomunicaciones, etc.), que puede disponer de un laboratorio de I+D, para resolver ciertos problemas de manera técnica y económicamente eficiente en su contexto específico, apela a veces a la colaboración de equipos de investigación universitarios y/o de pequeñas empresas nacionales de base tecnológica; estas últimas en no pocos casos conjugan un sofisticado manejo de la tecnología con un conocimiento en profundidad del medio en el cual actúan; están así capacitadas para colaborar al hallazgo de soluciones “a la medida” del contexto, operando como sastres tecnológicos. Pueden de esa forma surgir circuitos innovativos y aún espacios interactivos de aprendizaje. Pero, aún en tales casos exitosos, no es raro que el cambio en la dirección de la empresa estatal o su privatización redireccionen su demanda tecnológica hacia el exterior, desperdiciando los recursos encarnados en los equipos de investigación nacionales y en los “sastres tecnológicos”, e incluso desmantelando sus propios laboratorios de I+D. Así se “asesinó” en el Uruguay un potencial espacio interactivo de aprendizaje en el área de las telecomunicaciones (Arocena y Sutz, 2001a). Más en general, una de las principales tendencias en la evolución reciente de los “sistemas de innovación” en América Latina - ver, por ejemplo, Cassiolato, Lastres, & Maciel (2003), Katz, (2003) - puede ser interpretada, a nuestro entender, como pérdida de numerosos espacios interactivos de aprendizaje; en otras palabras, como un “proceso de desaprendizaje”, cosa muy distinta de los “procesos de olvido” (Johnson, 1992: 29) que los nuevos aprendizajes suelen requerir.
     Las diferencias en las oportunidades, para usar creativamente y expandir los conocimientos colectivos, tiene mucho que ver con la “riqueza” o “pobreza” que cada medio social presente en materia de espacios interactivos de aprendizaje. En términos esquemáticos – pero a nuestro entender no erróneos – el “Norte” tiende a ser rico en tales espacios y el “Sur” pobre.
     Hemos procurado, en suma, argumentar que las divisorias del aprendizaje – entre grupos sociales, regiones o naciones – tienen que ver tanto con capacidades como con oportunidades.
     A los efectos de ofrecer una ilustración apenas de las divisorias del aprendizaje necesitamos un indicador de las capacidades – para lo cual ya hemos manejado la matrícula terciaria – y otro de las oportunidades. Lo segundo es todavía más difícil que lo primero, por la naturaleza interactiva de lo que se trata de estimar y por la inexistencia de ciertos indicadores relativamente útiles en el caso de muchos países. A sabiendas de ello, elegimos como indicador el porcentaje de su PBI que cada país dedica a I+D; ahorramos al lector la enumeración de las desventajas de tal indicador (incluyendo la poca confiabilidad que merecen las cifras disponibles en ciertos casos). Lo vemos apenas como una primera y distante “aproximación” a la importancia que el conocimiento tiene en la economía de cada país y, por lo tanto, a la estimación de las “oportunidades”, en el sentido especificado más arriba.
     Combinando ambos indicadores, obtenemos la siguiente ilustración de las divisorias del aprendizaje entre países.



     Notemos que aún una estimación tan grosera como la precedente lleva a un resultado que converge con lo que surge de un uso realmente sofisticado de instrumental cuantitativo. El indicador “ArCo” de capacidades tecnológicas (Archibugi & Coco, 2003) combina diversos datos relativos a (i) la creación de tecnología, (ii) las infraestructuras tecnológicas y (iii) el desarrollo de capacidades humanas. Ese indicador ubica en los primeros veinticinco lugares a los que los autores denominan “países líderes”. Ellos constituyen el “Norte” que aparece en la figura precedente; son el “centro” de la economía global contemporánea.
     Por cierto, ese “Norte” no es homogéneo, pero mucho más heterogéneo es “el resto”. En él se advierten no menos de tres o aún cuatro panoramas distintos. Los evocaremos a continuación de manera realmente telegráfica.
     Se registran algunos casos regionales o nacionales que combinan un crecimiento económico sostenido con mejoras más o menos apreciables de la situación social; ciertas zonas geográficamente próximas al “centro”, particularmente en Europa, presentan indicadores que se asemejan a los de los “países líderes”. Mucho más extensas son las áreas claramente “subdesarrolladas”, en las que no se detectan tendencias “convergentes” con los países centrales sino más bien lo contrario. Dentro de estas áreas cabe distinguir entre “las periferias” y las zonas “marginales”. Las últimas aparecen muy poco conectadas a las dinámicas económicas internacionales, sin desmedro de que intereses muy poderosos se vuelquen sobre sus recursos naturales. Por su parte, las “periferias”, están bastante conectadas con la economía internacional, pero de manera en parte distinta a la generada por la “división internacional del trabajo”, establecida desde las décadas finales del siglo XIX, entre los “centros” industrializados y las “periferias” exportadoras de bienes primarios. Estas últimas son hoy “neoperiferias”: pueden basar su inserción externa primordialmente en la exportación de recursos naturales, como es el caso de Sud América, o más bien en el ensamble manufacturero “maquilador”, como lo ejemplifica México, pero lo definitorio es que las dinámicas económicas predominantes no demandan conocimiento avanzado endógenamente generado, ni mayores capacidades locales para la innovación, ni inducen casi espacios interactivos de aprendizaje. En suma, las “neoperiferias” del presente se caracterizan por especializarse mayormente en actividades comparativamente débiles en conocimiento. en ese sentido, al igual que las periferias del pasado, presentan una debilidad estructural en factores claves del dinamismo económico.
     Las “neoperiferias” y las zonas marginales constituyen al presente el mundo del subdesarrollo. Hoy como ayer, muestran índices - de alimentación, acceso vivienda, salud, educación, etc. – que son muy variados pero que, para amplios estratos de población, resultan insuficientes desde el punto de vista del desarrollo humano. Hoy como ayer, estas insuficiencias van de la mano con la dependencia y la subordinación – económica, política y militar- al "Norte". Pero, en todo ello, junto a las continuidades, aparecen también los cambios. Entre estos últimos, hemos intentado poner de manifiesto la creciente relevancia de las divisorias del aprendizaje. El conocimiento se ha convertido en factor de primerísima relevancia tanto en el atraso como en la dependencia, que en conjunto caracterizan al subdesarrollo. Este es un fenómeno polifacético y dinámico que, al comenzar el siglo XXI, se configura de tal forma que los países subdesarrollados coinciden, nada casualmente, con los que están claramente por debajo de las divisorias de aprendizaje.
     Por supuesto, no sólo son significativas tales divisorias entre países sino también al interior de naciones y regiones. Ello es inherente a las formas contemporáneas en que se entretejen conocimiento y poder, las que van convirtiendo a las divisorias del aprendizaje en una clave mayor de la estratificación social contemporánea. Hay muchos indicadores que permiten calibrar esas divisorias dentro de un determinado ámbito.
     Ciertos datos relevantes permiten incluso comparar las diferencias ligadas al aprendizaje en distintas zonas. Por ejemplo: “Mientras en Europa la brecha de escolaridad entre el 10% más rico y el 10% más pobres es de 2 a 4 años, en América Latina es de 7 años y en México es de 10 años.” (Kliksberg, 2003: 157)
     En general, convendría prestar especial atención a los indicadores – disponibles o a elaborar – que contribuyan a estimar las capacidades ligadas a la mayor o menor extensión de la educación avanzada permanente y las oportunidades vinculadas a la densidad social de los espacios interactivos de aprendizaje. Apreciaríamos grandemente críticas y sugerencias a este respecto.


III.- ¿Cuál equidad?

     Ha sido característico de las corrientes economicistas en la teoría del desarrollo el afirmar que, en ciertas etapas, la desigualdad relativamente alta es no sólo inevitable sino también conveniente, pues sólo así ciertos sectores concentran recursos suficientes como para invertir considerablemente, generando de tal forma un proceso de crecimiento que, a cierta altura, extendería los beneficios al conjunto de la población y, en particular, empezaría a disminuir las desigualdades. Los puntos débiles de esa argumentación no son difíciles de encontrar. Más aún, no faltan relevantes ejemplos históricos – como los de los países escandinavos, Corea, Taiwan y otros – que apuntan en una dirección muy distinta.
     Además, diversos casos muestran cómo la equidad – además de ser un valor en sí mismo, a nuestro entender – incide positivamente en la calidad de vida, incluso compensando desventajas de tipo económico: “países como Suecia, Japón y hasta Costa Rica, que tienen menor producto per cápita que Estados Unidos, pero mejor equidad, tienen mayor esperanza de vida. La diferencia entre el producto bruto per cápita de Estados Unidos y el de Costa Rica es de cerca de 21.000 dólares, sin embargo la esperanza de vida es mayor en Costar Rica (76,6 años vs 76,4)” (Kliksberg, 2003: 54). “Una distribución más igualitaria de los ingresos crea mayor armonía y cohesión social, y mejora la salud pública. Las sociedades con mayor esperanza de vida mundial, como Suecia (78,3) y Japón (79,6) se caracterizan por muy altos niveles de equidad.” (Idem: 107)
     Una muy interesante comparación histórica de largo plazo (Lingarde & Tylecote, 1999) entre la evolución de los países escandinavos y la de los países del Cono Sur de América (Argentina, Brasil y Uruguay) atribuye incidencia fundamental, en el muy diferente desempeño de unos y otros en términos de desarrollo humano, a la significativamente menor desigualdad de los primeros en relación a los segundos.
     Ahora bien, aunque mucho querríamos que las cosas fueran de otro modo, la realidad no autoriza a decir que la equidad de por sí es la palanca que pone en marcha el desarrollo humano sustentable, ni siquiera en el caso de sociedades que han alcanzado niveles significativos de capacidades productivas. Ello fue elocuentemente ilustrado, en el caso de América Latina, por el trabajo clásico de Fernando Fajnzylber (1990) sobre ritmos de crecimiento y niveles de desigualdad; el autor mostró que algunos países, entre los años ’50 y los ’80, combinaron crecimiento rápido y alta desigualdad, como México y Brasil, mientras que otros – Argentina y Uruguay en particular -, a la inversa, mostraban un crecimiento lento y desigualdad relativamente baja, al tiempo que, desgraciadamente, sobraban ejemplos de pobre comportamiento en ambos rubros; en esa clasificación, el autor destacaba la existencia de un “casillero vacío”: ningún país latinoamericano combinaba crecimiento rápido y desigualdad baja.
     Sin entrar en detalles notemos que, posteriormente, Argentina y Uruguay siguieron mostrando un desempeño económico promedialmente pobre pero, en parte por ello mismo, no fueron capaces de sostener sus logros en materia social, acentuándose en ambos casos la desigualdad.
     Este enfoque lleva a revisar la argumentación de Lingarde & Tylecote (1999). Si bien parece sólida la evidencia de que la mayor equidad escandinava ayuda a comprender su mejor desempeño socioeconómico respecto al Cono Sur latinoamericano, la evolución de este último apunta a distinguir distintos tipos de equidad.
     Uruguay es, en comparación con el resto de América Latina, un caso de avance significativo y temprano hacia la disminución de la desigualdad. Distintos factores confluyeron en la construcción, durante las primeras décadas del siglo XX, de un Estado de Bienestar con caracteres pioneros, que a la vez expresó y reforzó una vocación igualitaria bastante difundida en la población uruguaya; la extensión de la enseñanza pública y un amplio sistema de previsión social pueden ser vistas como las columnas fundamentales de esa construcción, cuyo impacto en las condiciones promediales de vida llegó a su apogeo, en términos relativos, durante la década de 1950. En el contexto latinoamericano, no es la desigualdad la que permite explicar el prolongado estancamiento de la producción uruguaya a partir de fines de la década mencionada ni el desempeño económico posterior, irregular y en su conjunto pobre.
     A nuestro entender, en ese caso como en muchos otros, se puede comprobar que prevalecieron “formas reactivas” de la equidad. Esta designación, ajena a toda valoración ética, alude al tipo de acciones y medidas que aminoran la desigualdad generada por el funcionamiento de la economía pero no fortalecen, o incluso disminuyen, las capacidades de los sectores postergados y del país en su conjunto para recorrer senderos de aprendizaje colectivo, para innovar, producir mejor y resolver de maneras nuevas los problemas socioeconómicos. Esto último incluye en lugar destacado los procesos de “construcción de Capacidades Societales para el Cambio Tecnológico” analizados por Humbert (2003). Llamamos, en una primaria y muy simplificada clasificación dual, “formas proactivas” de la equidad a las que disminuyen la desigualdad mediante procedimientos que al mismo tiempo refuerzan el potencial productivo e innovativo de los sectores directamente involucrados, lo que a su vez posibilita nuevos avances hacia la disminución de la desigualdad.
     Paliar la desigualdad es altamente deseable; a veces hay distintas formas de hacerlo pero a menudo la urgencia no deja mayor margen para la elección. No estamos proponiendo una clasificación de tipo moral, sino tan sólo indicando que, en la discusión de alternativas para enfrentar la desigualdad, vale la pena prestar atención a sus efectos a largo plazo : la equidad proactiva es la equidad sostenible, es decir, la que a la vez de fomentar la equidad en el presente colabora a construir los cimientos materiales y culturales de su expansión futura.
     Las dinámicas del cooperativismo campesino danés en el siglo XIX, tal como las analizan Lingarde & Tylecote (1999) y Jamison (1982), o las reformas agrarias de Corea del Sur y Taiwan en el siglo XX, disminuyeron la desigualdad y ampliaron las capacidades de los pequeños productores. Son ejemplos de equidad proactiva. También lo son, en general, los procesos que extienden la educación a sectores postergados. Pero a este respecto también corresponde establecer ciertas distinciones. En aras a la brevedad, nos seguiremos manejando con los mismos ejemplos nacionales. Buena parte de los avances sociales del Uruguay se relacionan con la relativamente temprana generalización de la enseñanza elemental, abordada allí como en Argentina con mucho vigor ya a fines del siglo XIX. Pero ese proceso siempre se vio limitado por la persistente postergación material y la subvaluación cultural de la enseñanza técnica; ello mantuvo una fuente importante de desigualdad. Ese mismo factor, conjugado con la escasa prioridad asignada a las ciencias naturales, se reflejó en la fragilidad de las capacidades para resolver problemas de diverso tipo, desde la producción a la salud. En tal terreno, la evolución tanto de Escandinavia como de las naciones antes mencionadas de Asia Oriental, ha sido muy distinta, como bien se conoce. En otras palabras, la extensión de la educación puede adoptar formas con distinto grado de “proactividad”.
     Vinculemos todavía nuestra temática con la gran cuestión de la agenda de investigación. La dilucidación de cuáles problemas reciben atención prioritaria y de qué tipo de soluciones se busca constituyen, por un lado, uno de las vías principales del condicionamiento social de las actividades científicas y tecnológicas; por otro lado, el tipo de impacto social de tales actividades depende en buena medida de la configuración de la agenda de investigación. El Informe sobre el Desarrollo Humano de 1999 ejemplifica elocuentemente cómo las prioridades que en los hechos se registran en esa agenda contribuyen a ampliar la desigualdad. Informes promovidos por la Organización Mundial de la Salud apuntan en la misma dirección, destacando “que sería posible enfrentar las enfermedades de los pobres si hubiera el adecuado esfuerzo de investigación. Pero allí hay un problema de fondo. Los grandes laboratorios no dedican recursos mayores a ellas, porque no son atractivas en términos de mercado. Una estimación indica que sólo el 5% del gasto mundial en investigación y desarrollo en salud está dirigido a los problemas de salud del 95% de la población mundial. Así la Revista de la American Medical Association indica que, entre 1975 y 1997, sólo aparecieron en el mercado 13 fármacos destinados a las enfermedades tropicales y la mitad fueron el resultado de investigaciones veterinarias.” (Kliksberg, 2003: 177)
     Los problemas de los sectores postergados no se resuelven, por supuesto, sólo con investigación. Pero su solución requiere frecuentemente más y mejor conocimiento, en los diversos campos de las técnicas y de las ciencias – humanas, sociales y naturales. Impulsar en esa dirección las prioridades de la investigación puede contribuir a reducir las desigualdades. Para hacerlo efectivamente, es imprescindible que los sectores con los que se pretende colaborar se involucren en procesos interactivos de aprendizaje, en los que se amplían las capacidades de todos los participantes para resolver problemas. Luego, una agenda de investigación sesgada por la preocupación por la inequidad puede colaborar a la construcción de formas proactivas de la equidad.


Recapitulación
     Uno de los desafíos que enfrenta la economía solidaria es el de avanzar hacia al desarrollo humano auto sustentable. Por tal cabe entender un proceso en que: i) se fomenta activamente la mejora en la calidad de vida de la gente, es decir, el aspecto humano del desarrollo; ii) se resguarda, al procurar lo anterior, la sustentabilidad ambiental, protegiendo así la calidad de vida de las generaciones futuras; este es el aspecto sustentable del desarrollo; iii) por último, se construye en el presente las condiciones necesarias - cognitivas, culturales, sociales, políticas- que sirvan de cimiento a la construcción de un futuro mejor; este es el carácter auto sustentable del desarrollo.
     En América Latina el desarrollo humano auto sustentable se ha visto grandemente dificultado por tendencias profundas, de muy largo plazo, que preservan en la mayoría de los casos una alta desigualdad, la cual sólo ha sido contrarrestada en algunos pocos casos por formas predominantemente reactivas de la equidad.
     Hay, por supuesto (y por suerte!), muchos contraejemplos, algunos de los cuales se mencionan en un trabajo en el que hemos tratado de justificar la afirmación precedente (Arocena y Sutz, 2001b). Pero, en los términos estilizados del análisis de Fajnzylber, cabe sostener que el “casillero vacío” latinoamericano refleja la muy escasa presencia de formas proactivas de la equidad. Buscar estas formas es cuestión imperativa para afrontar el subdesarrollo.
     Ahora bien, el carácter de las distintas formas de la equidad no es invariante con el tiempo. Cabe sugerir que, en diversas situaciones históricas concretas, el efecto conservador que suele tener el éxito indujo a ciertas sociedades a persistir en la prioridad asignada a ciertas formas de la equidad que habían sido proactivas pero que estaban dejando de serlo.
     En todo caso, lo que aquí nos interesa subrayar es que las transformaciones brevemente discutidas en la sección I alteran no pocos aspectos de ese gran problema que es la construcción de formas sustentables de la equidad. En los términos considerados en la sección II, sintetizaríamos nuestro punto de vista diciendo que, cuando ha llegado a ser tan grande el impacto de las divisorias del aprendizaje, la equidad proactiva puede caracterizarse como el conjunto de procesos que, simultáneamente, (i) disminuyen la desigualdad y (ii) amplían tanto las capacidades como las oportunidades colectivas para aprender y usar de manera socialmente fecunda el conocimiento.

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Rodrigo Arocena, Unidad de Ciencia y Desarrollo, Facultad de Ciencias, Universidad de la República, roar@fcien.edu.uy
Judith Sutz, Unidad Académica de la Comisión Sectorial de Investigación Científica, Universidad de la República, jsutz@csic.edu.uy